Si se
quiere determinar cuál es en último término el hecho diferenciador de uno y otro
testamento, hay que decir que es la nueva relación con Dios, inaugurada por
Jesús, y la nueva responsabilidad del hombre, encomendada por él.
La relación
con Dios en el AT puede llamarse «exterior»: el hombre tenía que «buscar a
Dios» (Sal 69,7; 105,4; Prov 26,5) o «clamar a Dios» (Sal 141,1; 142,2), que
aparecía así como lejano; Dios imponía su voluntad «desde fuera», expresándola
en un código escrito; había que ir a encontrarlo en un lugar sagrado (el
templo) y, para muchos, distante; requería un culto basado en ritos y
ceremonias que sólo se ejecutaban en ese lugar; establecía mediadores (el
sacerdocio), para salvar el abismo entre hombre y Dios; exigía la observancia de
reglas de pureza, de la que dependían su favor y su desfavor. El israelita
sentía la distancia que lo separaba de su Dios, que se le presentaba bajo dos
aspectos: como Dios tierno y como Dios terrible. Era el Dios que pedía todo el
hombre para sí: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con
todas tus fuerzas» (Dt 6,4-5) y para su servicio (Jos 22,5).
Jesús
inaugura una nueva relación, no ya «exterior», sino «interior», basada en la
comunicación al hombre del Espíritu de Dios, que es vida, fuerza y amor divinos,
bendición y sello que marca al hombre, haciéndolo hijo de Dios y poniéndolo en
plena sintonía con Jesús y el Padre.
Este
hecho cambia completamente la posición del hombre respecto a Dios. Ya no hace
falta «buscar a Dios», porque, en Jesús, él ha venido a buscar al hombre para
comunicarle vida, estableciendo con él una relación personal e inmediata. No
hay ley impuesta desde fuera, sino la identidad de actitud y de acción propia
de los hijos. No hay que encontrar a Dios en un templo, porque el templo donde
habita la gloria es Jesús y los que de él han recibido el Espíritu. El culto
ritual que disminuía al hombre ante Dios queda sustituido por la semejanza con el
Padre, mediante la práctica en la vida del amor a los demás. Ya no hay
distancia entre Dios y el hombre, y Dios se presenta como Padre, sin ambigüedad
alguna: ha desaparecido el temor (1 Jn 4,17-18) y la actitud del hombre ante Dios es de libertad y confianza (Heb 4,16; 1 Jn 3,21).
Este
cambio trascendental aparece en el «nuevo mandamiento», que sustituye a los
antiguos. Tal como lo formula el evangelista Juan, no aparece en él el nombre de Dios ni se pide amor para el
Padre ni para Jesús: «Igual que yo os he amado, amaos también vosotros unos a
otros» (Jn 13,34). Es que el amor de entrega a Dios que se formulaba en el
primero de los antiguos mandamientos ha sido invertido: es Dios el que se
entrega al hombre, y toca al hombre aceptar este don e identificarse con el Padre
y con Jesús. El nuevo amor a Dios no es entrega, sino identificación; se realiza
en la semejanza creciente con el Padre con la práctica de un amor como el de
Jesús. Dios no absorbe al hombre; al contrario, lo acompaña y lo potencia para
que actúe en el mundo como corresponde a un hijo suyo.
Aparece
así el «hombre nuevo», dotado del Espíritu de Dios, que tiene experiencia del
amor de Dios (Rom 5,5) y, por ello, se sabe perdonado y salvado (Ef 2,8). Es el hombre que sigue a Jesús,
por la adhesión personal a él y a su programa.
El
encargo de Dios o de Jesús a los hombres nuevos es la creación de una sociedad
nueva, universal, fraterna, justa, es decir, la construcción del reino de Dios.
Dios da al hombre su plena responsabilidad. Cambia así la actitud del hombre ante
el mundo; ya no se trata de ajustarse a los cánones de una sociedad constituida,
sino de ir creando la nueva relación humana fraterna, de continuar la obra de
Dios, sin conformarse con la realidad en que vive la humanidad. El Dios justo
es el que no soporta la injusticia, y así ha de ser la comunidad cristiana. Su
actitud ha de ser la de un pacífico pero eficaz inconformismo, con ella misma,
en cuanto aún no llega al ideal de Jesús, y con la sociedad humana, mientras
persistan en ella la injusticia y la infelicidad.
La
nueva realidad cambia también la naturaleza de la oración. Como todo hecho
cristiano, la oración tiene su raíz en el Espíritu de Dios, la fuerza de vida y amor que Jesús comunica. Su
presencia en el hombre establece la unión permanente con Jesús y el Padre. La
oración de unión no requiere más que tomar conciencia de la presencia del Señor
en los suyos, y expresa el amor de identificación con él. La oración de petición,
por su parte, nace también del Espíritu: es la expresión del amor a la humanidad,
que' pide ayuda para que se realicen sus deseos.
Sólo
teniendo presente a Jesús y su evangelio puede el cristiano leer con fruto el Antiguo
Testamento. Como los evangelistas y demás autores del Nuevo, ha de leerlo selectivamente, sabiendo
que no es palabra definitiva de Dios, sino que describe etapas del desarrollo
religioso de un pueblo que no llegó a ver el rostro de Dios, es decir, a tener
experiencia de su verdadero ser (Ex 33,18-23). De no hacerla así, la lectura del
AT puede deformar la imagen de Dios y hacer volver a categorías superadas y a
una espiritualidad precristiana.
El
lenguaje violento que emplea el AT, la distancia entre hombre y Dios que en él
se refleja podrían satisfacer ciertas tendencias anímicas de algunos lectores cristianos.
Sería alarmante, pues significaría que no se ha asimilado el espíritu de Jesús.
Se estarían escuchando voces que no son la del Hijo.
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