Sin embargo,
la idea de Dios liberador se mezcla en el AT con un elemento que repugna a quien
es consciente del valor de la persona humana. Por ejemplo, en la descripción del éxodo de Egipto el
autor no acierta a pensar en la liberación más que como una derrota del enemigo,
que incluye la muerte de personas inocentes. Los hombres de aquella época y aquella cultura no eran aún capaces de
concebir una victoria que prescindiese de la violencia. Baste recordar la muerte
de los primogénitos de Egipto por obra de un agente de Dios: «se oyó un clamor
inmenso en todo Egipto, pues no había casa en que no hubiera un muerto» (Ex 12,30).
Para exaltar la fuerza liberadora de Dios se coloca como fondo una multitud de
cadáveres. El Dios que estaba por ellos se concibió como el Dios que actuaba como ellos. Sublimando la fuerza divina a partir de un
modelo humano, imaginaron un Dios ciertamente más fuerte que faraón, pero
también más violento y más injusto que él.
Lo
mismo puede decirse de los episodios de la conquista de Canaán: se interpretó
ésta como la ejecución de un mandato divino de exterminar a los habitantes del
país para hacer lugar a Israel (cf. Dt 20,10-20). Se atribuyó a Dios una tremenda
violencia contra pueblos que no tenían más culpa que la de habitar en su propio
país. Ciertamente eran idólatras, pero, según el Libro de Josué, se les
destruyó sin proponerles antes la figura del verdadero Dios.
Los
profetas actúan de modo diferente: intentan convencer al culpable, sea Israel u
otro pueblo, de la realidad de sus maldades, y el castigo se efectuará
solamente si se rechaza el aviso. No renuncian a la categoría de la violencia
divina, pero ya no ligada al contexto de la guerra y de la victoria sino al del
juicio, al de la condena y la pena. Un ejemplo es el libro de Jonás, donde el
autor polemiza contra los que piensan en un Dios destructor de los paganos (cf
Sal 87; Is 56,1-8).
En bastantes
salmos aparece el tema de los enemigos que persiguen al salmista; éste no pide
a Dios solamente que lo defienda y lo libre, Sino, a menudo, que destruya a sus
enemigos y los elimine (Sal 10,15; 17,13-14; 21,9-13; 35,1-6; 58; 59,12-14; 64,8-10;
69,23-26; 70,2-4; 71,13.24; 83; 109). Es extraño que no se pida a Dios que los enemigos,
en vez de desaparecer aniquilados, dejen su maldad y se conviertan.
La
violencia se ejerce de mil maneras. Los mandamientos los usos litúrgicos, los
tabúes, cuya observancia se impone bajo graves amenazas, son un género de
violencia sobre la conciencia de cada israelita. Los sacrificios cruentos son
un género de violencia vicaria. El Dios que ama al pueblo es al mismo tiempo celoso
y lo castiga sin piedad. La marginación de los «Impuros» es un caso de
violencia social. La conciencia de «pueblo elegido» se convierte en desprecio y
violencia contra los paganos.
Como
contrapartida, hay que notar, sin embargo, la casi total ausencia de violencia
en la historia de los patriarcas y la concepción no violenta de la figura del
Servidor de Yahvé en Is II. No es ésta, sin embargo, la tónica de los libros del
AT (22).
Nunca
aluden los evangelistas a esta violencia, que desde el punto de vista de Jesús
contradice la realidad del único verdadero Dios. Fueron proyecciones humanas en
la realidad divina, proyecciones de un pueblo que emprendió una conquista o que
expresó en una épica de conquista la ocupación de Canaán; un pueblo que se
encontró sometido a potencias extranjeras y que alimentaba un deseo de
revancha, deseo que él, para legitimarlo y darse seguridad, atribuye a Dios.
Los
evangelios, por el contrario, presentan a un Jesús que renuncia a la violencia,
aun en el momento decisivo de ser detenido para entregarlo a la muerte (Mt 26,51-52
par.). Nunca fuerza a otros a seguirlo, sino que lo propone como invitación (Mt
16,24 par.). Las bienaventuranzas, que pueden llamarse el código de la nueva
alianza, no se expresan como mandamientos o prohibiciones: se proponen como un
ideal de felicidad (Mt 5,3-10). Dios no humilla al hombre ni lo hace siervo, quiere
ser tratado como Padre (Mt 6,9-11), y el hombre debe comportarse como hijo que se
asemeja a su Padre (Mt 5,45.48).
o
admite Jesús la discriminación de los hombres en nombre de ninguna ley divina o
humana (Mc 1,39-45 par.; 2,1-13.14.15 par.; Mt 8,5-13 par.). En el terreno moral, cesa la coacción de una
Ley exterior, sustituida por la prontitud y la entrega que nacen del Espíritu comunicado
(Me 1,8). Jesús excluye el rencor (Mt 5,21-26) y la venganza (Mt 5,38-42); no predica
la violencia contra los enemigos, sino la oración por ellos, e incluso el amor a
ellos (Mt 5,4). La primera condición que pone para el seguimiento, «renegar de
sí mismo» (Mt 16,24 par.), es decir, renunciar a las ambiciones de riqueza, posición
social y dominio, elimina la raíz de toda violencia, que se basa precisamente en
la rivalidad agresiva.
Desaparece también la amenaza del juicio, que se interpreta como símbolo de la responsabilidad del hombre (Jn 3,18; 5,24).
Puede decirse que la conducta y el mensaje de
Jesús suprimen no sólo la violencia existente en la sociedad, sino también la
contenida en el espíritu religioso tradicional. Dios es puramente positivo, es
puro amor, y si envía a Jesús al mundo no es para juzgarlo ni condenarlo, sino
para que el mundo por él se salve (Jn 3,16-17).
(22)
Cf. R. Cavedo, La violencia del Dio Liberatore “Servitum” 67 (1990), 5-18.
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