De hecho, una de las 'líneas de
innovación del Nuevo Testamento respecto al antiguo es la de la universalidad. En
el interior del pueblo judío, ésta significa la supresión de todas las
discriminaciones; respecto a la humanidad entera la admisión de todos los
hombres y pueblos a participar del reinado de Dios, en pie de igualdad con los
judíos.
Con esto, una línea muy marcada en el
AT es completamente abolida por Jesús. El caso extremo de discriminación dentro
del pueblo era el leproso. Marcos presenta precisamente la figura de un leproso
para rechazar toda discriminación o marginación impuesta por la Ley judía en
nombre de Dios. Jesús, violando la Ley, toca al leproso (1,41). Queda así rechazado
el código de la santidad, en el que se definía lo puro y lo impuro, es decir, cuándo
una persona era aceptable o inaceptable para Dios, en función de enfermedades, actos
sexuales u observancias (Lv 17-22).
El problema era tan grave en Israel
que Mc lo trata en otras ocasiones: Los «pecadores» o descreídos eran considerados
impuros por los observantes de la Ley; Jesús los invita a su seguimiento (2,14)
y a su mesa, en unión con sus discípulos (2,15). La mujer con flujos de sangre
era impura según la Ley y no estaba autorizada a tocar a nadie (Lv 15,25); Jesús
no le reprocha que lo haya tocado (5,34). Estaba prohibido tocar a un cadáver, para
no contraer impureza (Nm 19,11-13); Jesús toca a la hija de Jairo y le comunica
vida (Mc 5,41).
Pero, además, Mc dedica un extenso
pasaje (7,1-23) a la cuestión de lo puro e impuro, donde Jesús, oponiéndose a los
letrados y fariseos, enuncia un nuevo principio que vale tanto para los judíos
como para los paganos: no hace impuro al hombre el contacto con el mundo exterior,
sino su mala disposición interior, de la que emanan sus actos perversos (7,15.18-23).
La distinción entre puro e impuro, sancionada
por la Ley mosaica, implica un concepto de Dios: En primer lugar, muestra un
Dios susceptible, que por nimiedades rompe su relación con el hombre; no es un
Dios que ama a todos los hombres, sino que acepta solamente a los que cumplen
con una serie de observancias y respetan ciertos tabúes. A esta concepción opone
Jesús la de un Dios que ofrece su amor a todo hombre, independientemente de su
condición religiosa o moral (2,15: «recaudadores y descreídos/pecadores»). En
segundo lugar, muestra un Dios que siente asco de la vida concreta del hombre, su
criatura, aun de sus funciones más naturales, que él mismo había creado (menstruación
de la mujer, parto, relación sexual, eyaculación masculina) o de acciones
legítimas (contacto con cadáveres).
Que el amor de Dios se extiende
también a los pueblos paganos, lo ejemplifica Mc en el episodio del paralítico,
figura de la humanidad pecadora (2,1-13). En otro pasaje, cuando envía a los Doce a la misión, supone Jesús que en cada pueblo se alojarán en
una casa (6,10), sin distinguir si era judía o pagana, aunque en este último caso
fuese impura según la Ley. Jesús mismo, en territorio de Tiro, se aloja en una
casa del lugar (7,24).
El aspecto discriminatorio de la Leyes,
pues, rechazado de plano por Jesús, que lo considera la consagración de una injusticia.
Por
eso hay prescripciones y mandamientos que en el AT aparecen en boca de Dios y que
el evangelista atribuye simplemente a Moisés (8). Así las prescripciones que se
refieren a los
ritos para declarar puro a un leproso curado (1,44) o el mandamiento que autoriza el repudio (10,3-5; Dt 24,1.3). El primer caso supone la injusticia de la marginación; el segundo, la del desprecio de la mujer.
ritos para declarar puro a un leproso curado (1,44) o el mandamiento que autoriza el repudio (10,3-5; Dt 24,1.3). El primer caso supone la injusticia de la marginación; el segundo, la del desprecio de la mujer.
(8) De hecho, los compiladores de las tradiciones nacionales judías insertaron
sistemáticamente la legislación sucesiva en el tiempo de la vida de Moisés; cf.
Grelot, Sens cbrétien, 167.
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